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María podría tener consecuencias para la salud a largo plazo

Un año después de la tormenta, los científicos todavía tratan de evaluar su impacto a largo plazo en la calidad del aire y del agua

by Deirdre Lockwood
September 17, 2018 | A version of this story appeared in Volume 96, Issue 37

Photo of Ingrid Padilla with the Puerto Rico flag in the background.
Credit: Crédito: Erika P. Rodríguez
La experta en hidrología Ingrid Padilla monitoriza el agua en busca de contaminantes orgánicos que hayan podido filtrarse desde las zonas ‘Superfund’ tras el huracán.

Cuando el huracán María azotó Puerto Rico en septiembre de 2017, Ingrid Padilla, hidróloga en el campus de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico (UPR) pasó un día entero refugiada en su casa en las montañas de Mayagüez. La mañana siguiente salió de ahí y contempló los destrozos. “Aquello era algo surrealista,” dice. “Parecía que la isla había sido devorada por el fuego.” No había agua, ni luz—y no tuvo agua corriente hasta diciembre, ni electricidad hasta febrero. Pasó varios días “en modo de supervivencia,” dice, acumulando provisiones y asegurándose de que sus vecinos estaban sanos y salvos.

La gravedad de la tormenta, junto con lo que un informe de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias califica como ‘una respuesta insuficiente por parte del gobierno de EEUU’ fue catastrófica. Las últimas cifras oficiales del gobierno de Puerto Rico (del 28 de agosto de 2018) sitúan el número de muertes por el huracán María cerca de 3000. Pero algunos investigadores como Padilla van aún más allá, están preocupados de que los efectos de la tormenta puedan tener efectos a largo plazo en la salud de los puertorriqueños por una exposición prolongada al agua y aire contaminados.

Unos días después de la tormenta, Padilla observó que la gente cogía agua de los tejados para sus baños, e incluso para beberla. Algunos la desinfectaban con métodos caseros, añadiendo lejía directamente a las jarras. Como hidróloga se espantó pensando en lo que podían estar bebiendo sus compatriotas—excrementos de pájaros y murciélagos, niveles altísimos de bacterias, y productos de las reacciones de oxidación que produce la lejía.

Otros puertorriqueños sin agua corriente acudieron a fuentes de agua muy peligrosas, tanto para beberla como para utilizarla en casa. Un pozo en Dorado sacaba agua de un área clasificada por la Agencia de Protección Medioambiental como una zona con residuos tóxicos—una zona ‘Superfund’. Según el Washington Post, los experimentos llevados a cabo en la zona indicaban la presencia de tetracloroetileno y tricloroetileno—disolventes industriales vinculados con problemas de salud como el cáncer, y que pueden causar daños en el hígado, los riñones, y los sistemas reproductor e inmune.

Padilla investiga la contaminación química de las fuentes de agua para consumo en la costa norte de Puerto Rico—un área industrial con varias zonas ‘Superfund’—desde 2010. Su trabajo es parte de un proyecto colaborativo más grande que estudia la relación entre la contaminación y la elevada tasa de nacimientos prematuros en Puerto Rico. El proyecto se llama PROTECT, por las siglas en inglés de ‘zona de experimentos para investigar los riesgos de la contaminación en Puerto Rico’. [PROTECT, además, es ‘proteger’ en inglés, N. del T.]. PROTECT está financiado por el Instituto Nacional de Ciencias de la Salud y el Medio Ambiente. Años antes del huracán, Padilla había documentado la contaminación de varios acuíferos de la región, así como el agua del grifo y de los pozos, con varios productos químicos industriales como el tricloroetileno, otros compuestos orgánicos volátiles clorados, y ftalatos como 2-etilhexil-ftalato. La exposición a ftalatos durante el embarazo se ha vinculado a una mayor probabilidad de tener un bebé prematuro.

Padilla se preguntaba si el huracán y las inundaciones habrían movido alguna de estas sustancias peligrosas, contaminando el agua potable de la zona. Pero debido a los destrozos causados por María, tuvo que pasar más de un mes hasta que pudo empezar la toma de muestra tanto en viviendas como en ríos y acuíferos.

Cuando ella y su equipo pudieron comparar por fin las muestras tomadas un mes después del huracán con las que habían tomado antes, descubrieron que los niveles de muchos contaminantes eran más altos después del huracán—aunque también se habían reducido los niveles de otras sustancias peligrosas. Siguieron tomando muestras durante todo este año. “¿Cuánto va a durar el impacto del huracán? No lo sabemos,” dice. Especialmente porque los acuíferos calcáreos subterráneos están llenos de fisuras y agujeros, explica. El agua puede salir y entrar de los acuíferos muy rápidamente, y por lo tanto la calidad del agua es muy variable, porque puede que los suelos no absorban los contaminantes. Padilla y sus colegas esperan publicar sus resultados en los próximos meses.

En junio, Benjamin Bostick, geoquímico de la Universidad de Columbia, viajó a la misma zona que está monitorizando Padilla para investigar la posible contaminación del agua potable con metales como plomo o arsénico a causa de las inundaciones cerca de las zonas ‘Superfund’. Ha tenido que pagarse el viaje de su bolsillo, el Instituto Nacional de Salud le denegó la beca que había pedido para poder costear los gastos del estudio. Al llegar a Puerto Rico se encontró con que, nueve meses después de la tormenta, muchas casas aún no tenían agua corriente—incluidas muchas familias con dinero. “Era un esperpento, gente que conducía un Mercedes pero no tenía agua en casa,” dice. También había restaurantes sin agua corriente. Incluso la gente que tenía el servicio restablecido confesaba que no era nada fiable, explica.

Photo of a person holding a flask in a fume hood.
Credit: Crédito: Erika P. Rodríguez
Un becario del proyecto PROTECT extrae una muestra para analizar la presencia de ftalatos en agua corriente en la Universidad de Puerto Rico—Mayagüez.

Además de la gente con la que habló, “casi nadie creía en que el agua fuera de calidad,” dice. Parecían resignados a vivir con esa incertidumbre. Los que podían permitírselo compraban agua embotellada.

Bostick tomó unas 100 muestras de agua en varias casas y tiendas desde San Juan a Arecibo, todas cerca de las zonas ‘Superfund’. Prestó especial atención a un área cercana a una gran fábrica de reciclaje de pilas y baterías. Buscó sobre todo plomo y arsénico, pero también hierro, sulfatos, y manganeso—indicadores geoquímicos de un ambiente reductor, que puede aumentar la solubilidad de muchos metales tóxicos.

“La calidad del agua era bastante buena,” dice. Tenía cantidades bajas de metales pesados, sólo hubo una muestra que sobrepasaba los límites de seguridad de plomo establecidos por la Agencia de Protección Medioambiental de EEUU Era agua fresca y oxidada. Fueron resultados sorprendentes y esperanzadores, aunque sólo dan una imagen momentánea dado que el agua subterránea de la región es extremadamente dinámica.

Por las complicaciones que implica monitorizar la calidad del agua tras el huracán, algunos de los colaboradores de padilla en el proyecto PROTECT intentan ir un paso más allá para evaluar la exposición de los puertorriqueños a sustancias contaminantes. Deborah Watkins, una científica experta en salud medioambiental de la Universidad de Michigan, estudia como el estrés y la exposición a ciertas sustancias químicas durante el huracán pudo afectar a la salud y los partos de mujeres que estaban embarazadas cuando María llegó a la isla. Trabajos previos elaborados en su grupo de investigación habían relacionado la exposición a contaminantes como ftalatos, fenoles y parabenos con alteraciones de los niveles de hormonas reproductivas y tiroideas durante el embarazo. Los cambios en los niveles de hormonas pueden afectar el desarrollo neurológico del feto o adelantar el parto, dice Watkins.

Cuando llegó el huracán, el proyecto PROTECT contaba con unas 100 mujeres embarazas que participaban de forma voluntaria en la investigación. La clínica del proyecto en Manatí volvió a funcionar tan sólo dos semanas tras la tormenta, algo “sorprendente” y que fue posible por la enorme dedicación del personal y de la comunidad, dice Watkins. Muchas participantes iban a la clínica para compartir víveres como comida, vitaminas, filtros de agua, y también para conectar con sus seres queridos. El equipo de PROTECT tomó muestras de sangre y orina de las participantes durante diferentes etapas del embarazo, lo que incluyó muestras antes y después de la tormenta—esta información es única para poder determinar los efectos de un huracán en la salud de una embarazada.

Utilizando estas muestras, Watkins analiza la exposición de las mujeres a ftalatos, fenoles y parabenos, así como a algunos metales. Además, estudia la exposición a hidrocarburos aromáticos policíclicos (PAHs), que se producen sobre todo cuando se quema gas o petróleo. La teoría de Watkins es que muchas mujeres pudieron estar expuestas a elevados niveles de PAHs por el uso masivo de generadores diésel tras el huracán. Como el estrés también afecta al embarazo y al parto, los científicos también pidieron a las voluntarias que completaran un cuestionario sobre su experiencia durante y después del huracán y así estudiar sus niveles de estrés. El equipo planea comparar estos resultados y las consecuencias en estos embarazos con datos que tienen de mujeres que parieron antes del huracán.

Aunque Watkins y su equipo están tan sólo empezando a analizar las muestras, espera que sus descubrimientos identifiquen posibles fuentes de contaminantes que ayuden a planear mejor situaciones de crisis futuras. Con la ayuda del Centro de Investigación de la Exposición en Edades Tempranas y Desarrollo de Puerto Rico y otros programas relacionados como Influencias Medioambientales en la Salud de los Niños, ella y otros investigadores planean seguir monitorizando la salud de los niños nacidos tras el huracán, para poder estudiar su desarrollo neurológico hasta que cumplan cuatro o cinco años.

Al igual que los partos prematuros, la incidencia del asma en Puerto Rico es más alta que en EEUU Los investigadores no entienden por qué, aunque es posible que se deba únicamente a factores medioambientales y genéticos, dice Humberto Cavallin, profesor de arquitectura en la UPR Río Piedras. Después del huracán, Cavallin sospechaba que las inundaciones en las casas podrían perjudicar la salud respiratoria de los puertorriqueños creando unas condiciones ideales para el moho. Y tenía razón: Associated Press informó en junio que los médicos están diagnosticando muchos más pacientes con asma aguda después del huracán, y que la Estación de Aeroalérgenos de San Juan reportó en mayo los mayores niveles de moho en más de una década.

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Recientemente, Cavallin formó equipo con microbiólogos, ingenieros, y médicos de la facultad de medicina de la UPR, la Universidad Larkin, y la Universidad de Texas Austin para examinar las relaciones entre las inundaciones, la presencia de ciertos hongos, el diseño arquitectónico y la salud respiratoria y estrés gracias a un proyecto financiado por el Instituto Nacional de Salud.

Los tejados quedaron destrozados por culpa de la tormenta, muchos tenían goteras que provocaron daños que, en algunos casos, empeoraron aún más después del huracán. “Los primeros seis meses, llovía en San Juan uno de cada dos días,” dice Cavallin. La mejor solución era cubrir las casas con lonas, pero conseguirlas llevó bastante tiempo. “Ojalá las lonas azules hubieran llegado antes,” dice Juan P. Maestre, científico medioambiental de la Universidad de Texas, Austin y parte del proyecto. Todavía hoy se puede ver un mar de lonas azules cuando llegas volando a San Juan—un ejemplo más de lo larga que está siendo la recuperación.

En un estudio preliminar de las casas en la costa de San Juan tras la tormenta, Cavallin y Benjamín Bolaños, de la facultad de medicina de la UPR, encontraron niveles muy altos de Aspergillus y otros hongos asociados con reacciones alérgicas, asma, y otros problemas respiratorios. Muchos hogares tenían niveles más altos de hongos dentro que en el exterior. Los resultados fueron bastante inesperados, dice Cavallin, especialmente porque las casas son bastante abiertas y suelen tener mucha ventilación.

En algunas casas, los daños causados por el agua y el moho eran evidentes. En otras casas, sin embargo, no tanto. Los hongos pueden crecer escondidos en los muebles o detrás de las paredes. El papel pintado, por ejemplo, es “la comida perfecta” para ellos, dice Cavallin.

Cavallin y sus colegas siguen monitorizando unas 50 casas en San Juan, la mitad de las cuales sufrieron inundaciones tras el huracán, llegando en algunos casos hasta los tres metros de agua. Este verano empezaron a recoger muestras microbiológicas de aire y polvo dentro y fuera de estas casas. Esperan poder hacer cultivos y llevarlas al laboratorio para ver si hay rastro de hongos vivos. Luego, secuenciarán el ADN de estos microorganismos para identificarlos correctamente y estudiar la relación con los problemas respiratorios y neurológicos de los residentes, así como los problemas estructurales que sufren las viviendas.

Los resultados podrían convertir Puerto Rico—y otras regiones con riesgo de huracanes—en un país mucho más resistente de cara a futuras tormentas. Cavallin recalca la gran importancia de diseñar y mantener los edificios de forma que puedan resistir vientos fuertes, eligiendo materiales más resistentes al moho y habilitando mecanismos de emergencia eficaces que ayuden a los afectados a secar sus casas más rápidamente. “Si después de 48 horas la pared sigue mojada, es más que probable que acabe infestada de moho,” explica.

El trabajo de todos estos investigadores demuestra el gran reto que es monitorizar el impacto ambiental de un desastre mientras todavía dura el periodo de crisis posterior—que es precisamente el periodo donde pueden ocurrir los daños más impactantes. “Ya sabemos que el huracán afectó al suministro de agua, y probablemente a la calidad de ésta, pero perdimos nuestra oportunidad de investigar esto en profundidad,” dice Bostick.

Para asegurar que, en el futuro, se desarrollarán mejores estrategias de monitorización, Bostick espera poder crear una red de voluntarios que puedan analizar el agua en busca de metales con sencillos ‘kits’—así podrían tomar medidas de manera regular y, sobre todo, responder mucho más rápido en caso de tormenta. De momento le ha comentado esta idea a un grupo de estudiantes y a una cooperativa de granjeros en Puerto Rico—“si ocurre otro desastre natural de este calibre, algo que tristemente es bastante probable tarde o temprano, tendremos una idea mejor de lo que ocurre en esas condiciones.”

Deirdre Lockwood es escritora científica freelance en Seattle (EEUU).

Traducido al español por Fernando Gomollón Bel para C&EN. La versión original (en Inglés) de este artículo está disponible aquí.

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